En Riga, Letonia, paramos en casa de Edmunds, tanto es así, que casi no salimos. Un poco porque estábamos resfriados, otro poco porque estábamos realmente agusto, y otro poco, por qué no decirlo, porque somos bastante perros, y nos encanta perrear.
Edmunds es artista, en toda la extensión de la palabra, aunque lo que más hace es pintar. Desciende de familia de titiriteros, fabrica sus propios títeres y viaja ganandose la vida con performances callejeros. Hablando con él sobre nuestro proyecto de viaje, nos sugirió hacer pompas gigantes de jabón, a él no le salió del todo mal en su época de Berlín, y estuvimos practicando. Cool!
Entramos al museo de la guerra, y aunque el tema viene siendo un poco repetitivo, no dejamos escapar la oportunidad. Cuenta la historia de Letonia a través de todas las conquistas y liberaciones vividas a lo largo de los tiempos, y no son pocas. Son cinco pisos de armas, uniformes, manuscritos, mapas…, todo transmite miedo, violencia, venganza, pobreza, tristeza, destrucción…, excepto una foto, la única que transmitía amor, esperanza, libertad…
Durante nuestra estancia en la casa verde, nos hablaron en varias ocasiones de que en la casa de los vecinos, «la blanca», había unas palabras en español (creían) y querían saber que ponía. La noche antes de partir me acerqué con Edmunds para traducirles lo que yo esperaba sería un mensaje del tipo: «David y Belén estuvieron aquí en mil novecientos y pico»; imaginaros mi sorpresa cuando me encontré con esto:
Por la mañana temprano nos marchamos con Roberts a Tartu, Estonia. Este chico se gana la vida desarrollando una app: «WomanLog», mientras estudia, por gusto, en la universidad. Nos ofreció, además del transporte, su sofá. Tartu es realmente pequeña y en un día da tiempo de sobra para pasearla. Esta vez fuí yo el que entró en el museo de las celdas de la KGB. Bastante más pequeño que el de Vilna, pero aún así resulta muy sobrecogedor.
A las 2:30 de la madrugada tomamos el bus a San Petersburgo. Rusia nos espera.